Cultivar el amor por la vida.
La suma de sedentarismo, uso excesivo de dispositivos electrónicos y falta de contacto con la naturaleza produce un coctel perjudicial para el bienestar físico y psicológico infantil. La insuficiente conexión con el medio natural es especialmente preocupante en entornos urbanos. Reanudar una rica relación con la tierra es asunto de todos, y la escuela puede jugar un papel esencial, para evitar una infancia enclaustrada.
La creciente urbanización y el estilo de vida moderno están alejando progresivamente a los niños y las niñas del contacto con la naturaleza, en un sentido amplio (de personas, animales, vegetales, minerales).
En los últimos 30 o 40 años los niños y las niñas han perdido amplios márgenes de libertad y autonomía porque las calles se han convertido en lugares por los que transitar (más que en espacios donde simplemente estar) y parecen llenas de peligros.
Contaminadas y ruidosas, sin solidaridad vecinal ni lugares salvajes, las ciudades no resultan acogedoras para la infancia. Al mismo tiempo, existe una gran inquietud por su seguridad, así como por su capacidad de adaptación al futuro mundo laboral: las crecientes exigencias sociales y académicas pretenden evitar la amenaza de exclusión, en una economía globalizada que destruye los recursos del planeta y cada vez es más competitiva.
Todo lo anterior mantiene a los niños recluidos en sus casas, escuelas y centros de actividades, casi siempre bajo la dirección de adultos, o abducidos y sobreestimulados por el resplandor de las pantallas.
Un estudio reciente de la Universidade do Minho (Portugal) asegura que los menores de 12 años pasan 76% de su tiempo sentados o acostados, sin que la actividad física que realizan (generalmente deportes organizados) sea suficiente para contrarrestar los efectos negativos del sedentarismo.
Permanecer la mayor parte del día en espacios cerrados, rodeados de una realidad artificial, virtual y abstracta, privados de suficiente interacción directa, concreta y sensible con otros seres vivos (lo cual incluye también a sus iguales), podría ser la causa principal de muchos de los desórdenes físicos y psíquicos que aquejan a la infancia: falta de sueño, problemas respiratorios, miopía, alergias, obesidad, retrasos en el desarrollo sensorial y motor, trastornos del comportamiento o el aprendizaje, estrés y ansiedad.
El organismo infantil en crecimiento es extremadamente sensible y delicado y se ve negativamente afectado por las condiciones ambientales (tráfico, polución atmosférica, etcétera) y por la imposibilidad de satisfacer sus necesidades de tacto, movimiento, juego y relación.
En cambio, según estudios de psicología ambiental, la mayor parte de esos síntomas mejora en contacto con el entorno natural, que les permite, además, desarrollar todas sus capacidades físicas, intelectuales, sociales, creativas, afectivas, etcétera.
Separados del mundo, los pequeños pierden su sentido innato de filiación con lo vivo y suelen desarrollar lo que David Orr denomina biofobia, es decir, aversión hacia un entorno que perciben como inerte, sucio y peligroso: les asustan los bichos, les da asco la tierra, temen sufrir un accidente si se suben a un árbol. Estos miedos, generalmente adquiridos, confirman y mantienen la necesidad de vivir separados del medio ambiente.
También padecen lo que algunos autores califican de analfabetismo ecológico: conocen más nombres de Pokémon (o de marcas comerciales) que de plantas y animales de su entorno local; si les preguntas de dónde viene la leche, responden que “del tetrabrik” e incluso perciben con más facilidad el sonido de los motores (y son capaces de identificar de qué vehículos proceden) que el silbido del viento.
A veces, huyen de unas enseñanzas sobre ecología y medio ambiente que en lugar de acercarlos a la naturaleza los alejan aún más, porque utilizan la tecnología, como único soporte, y discursos francamente catastrofistas que los asustan y los deprimen. “¿Cómo vamos a salvar la tierra, con lo mal que la estamos tratando?”, se preguntan desconsolados.
En estas condiciones, algunos autores como Cris Rowan cuestionan que la educación que reciben los chavales de hoy sea la más adecuada: “¿Podrá la futura generación desarrollar todo su potencial? ¿Será capaz de satisfacer sus necesidades? ¿De hacer frente a los desafíos? ¿De crear relaciones sociales sólidas y satisfactorias?”
Escuelas sin paredes
La escuela se identifica habitualmente con el edificio que la contiene, un inmueble cerrado al medio natural y social que lo rodea, con grandes ventanales, largos pasillos en los que se distribuyen las aulas y un patio encementado, rodeado de un muro o de una verja.
Sus características determinan, y ayudan a reproducir, un tipo de aprendizaje intelectual, abstracto, bisensorial (basado en palabras, imágenes y esquemas), descontextualizado, segmentado, dirigido desde fuera, centrado en los resultados, con cadencias rápidas y estandarizadas, así como con formas de convivencia basadas en la autoridad, la jerarquía y la disciplina externa.
La de hoy es una escuela pensada tradicionalmente para domesticar a la infancia salvaje de principios del siglo pasado, mientras que los hipercivilizados niños y niñas de hoy necesitan con urgencia poder moverse libremente, jugar con espontaneidad, mojarse, tocar, mancharse, subir a los árboles, escalar, esconderse, explorar un territorio, seguir rastros, hacer mapas, encontrar atajos, descubrir tesoros, construir refugios y fuertes, cazar, pescar, crear pequeños universos imaginarios, cuidar y cultivar plantas y animales, descubrir misterios y vivir aventuras… Actividades que los cachorros de Homo sapiens han venido realizado espontáneamente a lo largo de cientos de miles de años. Además, no siempre se ha enseñado y aprendido en interiores.
Desde la más remota Antigüedad, árboles, bosques y otros espacios naturales han ofrecido inmejorables escenarios para el crecimiento humano, personal y social. Durante siglos la naturaleza ha sido nuestra mejor maestra.
Conscientes de esta riqueza y de las acuciantes necesidades de la infancia de hoy, países europeos como Alemania, Escocia o Dinamarca están empezando a transformar sus sistemas educativos con el objetivo de impartir todo el currículo de infantil, primaria y secundaria, en bosques y otros espacios verdes.
Muchas escuelas, también en nuestro país, eligen instalarse directamente en el medio natural: convierten sus patios en huertos, jardines, bosques y granjas; sacan las aulas al aire libre; llevan seres vivos y materiales naturales a las clases; aprovechan los espacios verdes o las granjas y las explotaciones agrícolas de su entorno para fomentar el bienestar y el aprendizaje de sus alumnos.
Las posibilidades son infinitas y, generalmente, muy beneficiosas por humildes que sean: cuidar unas plantitas o unos pollitos, colocar un banco a la sombra de un árbol situado al otro lado de la verja del patio, para que los alumnos pueden charlar y descansar, salir a estudiar los tipos de hábitats a la dehesa cercana, etcétera.
Poco a poco, niños y niñas empiezan a construir una conciencia más amplia de sí mismos, no de individuos aislados, sino de seres vivos en relación de interdependencia con los demás, inmersos en una “red de vida” que teje y conecta todo con todo, y en la que tan importante y necesaria es la araña como el océano, y en la que todas las criaturas merecen idéntica dignidad y respeto.
Educar en tiempos revueltos
En estos momentos, la educación parece haber reducido su finalidad principal —y, desgraciadamente, no sólo para los legisladores— a la inserción de las futuras generaciones de trabajadores y trabajadoras —los actuales alumnos y alumnas— en un voluble y arbitrario mercado laboral, de cuya agresividad y nivel de exigencia dependerá la competitividad de las naciones.
Las matemáticas, el inglés o la informática, practicadas de la forma más tradicional y eficiente posible, aparecen como los únicos valores seguros, en un mundo en crisis. Pero el tipo de conocimientos y destrezas que las personas necesitan adquirir para desenvolverse en una sociedad, varía mucho según las culturas y los momentos históricos.
En la famosa carta que los jefes de las Seis Naciones (tribus indígenas de América del Norte) dirigieron al gobierno de Virginia, durante el tratado de Lancaster (1744), declinaban amablemente la invitación de enviar a sus hijos a estudiar en una universidad americana, argumentando que su idea de la educación era muy distinta de la de los “hombres blancos”: “[La última vez] nuestros jóvenes volvieron a sus casas siendo pésimos corredores, con un absoluto desconocimiento de la forma de vivir en los bosques, incapaces de pasar frío o hambre, construir una choza, cazar un venado o matar a un enemigo. Hablaban mal nuestro idioma y no estaban hechos para ser cazadores, guerreros ni consejeros. No servían para nada”.
La escuela actual, excesivamente academicista, está pensada para “formar a profesores de universidad que utilizan sus cuerpos para transportar sus cabezas”, ironiza el escritor inglés Ken Robinson. No tiene en cuenta la (bio)diversidad de formas de inteligencia humana (posiblemente tantas como personas) ni la de ocupaciones y culturas.
La casi total ausencia de actividades manuales, por ejemplo, indispensables para el equilibrio general de las competencias, pone en peligro el desarrollo integral de los alumnos y aboca, a muchos de ellos, a un estrepitoso fracaso, con la consiguiente pérdida de autoestima.
Para que nuestros alumnos sean capaces de enfrentar los desafíos y los cambios drásticos que, muy probablemente, les presentará la sociedad del futuro, deberíamos integrar, con urgencia, otro tipo de competencias, como señala la educadora escocesa Claire Warden: “Necesitamos desarrollar y transmitir conocimientos que nos ayuden a llevar vidas sostenibles”, es decir, existencias sencillas, equilibradas, capaces de satisfacer sus necesidades con un mínimo de recursos y, especialmente, de residuos, responsables y respetuosas con el medio ambiente, los demás seres vivos y las generaciones futuras.
También los teóricos de la llamada “Economía para la Transición", como Jonathan Dawson, encuentran imprescindible establecer lazos más estrechos y saludables con la tierra, el entorno local y la comunidad de vida cercana, si queremos asegurar el futuro del planeta y de nuestra especie.
Habilidades de subsistencia, como cultivar un huerto ecológico, reciclar y reparar materiales, utilizar energías renovables; sociales, como trabajar en red, facilitar grupos, negociar, resolver conflictos, y económicas, como crear y organizar sistemas de intercambio y financiación complementarios (monedas locales, bancos de tiempo, microcréditos, etcétera) que podrían favorecer la resiliencia de los grupos humanos frente a las cada vez más profundas e impactantes crisis del capitalismo financiero, y contribuir al proceso de cambio hacia un modelo que hunda su raíz en un entorno local, más ecológico, social, comunitario y biodiverso.
Cuidar y valorar la tierra
El aprendizaje de la sostenibilidad, del respeto hacia todos los seres “sintientes” y, en definitiva, de una nueva relación con la tierra, no puede residir exclusivamente en el conocimiento intelectual. Es preciso apoyarse sobre la base afectiva de amor y empatía hacia el resto de las criaturas con la que venimos al mundo todos los seres humanos.
Algo que, desde nuestra más tierna edad, nos impulsa a buscar, para jugar y relajarnos, la compañía de animales y plantas, a soñar con ellos o a preferir los espacios abiertos, naturales, con agua y árboles, más que los entornos construidos.
Esta tendencia innata de vincularnos positivamente con la vida y con los procesos vitales tiene su origen en la necesidad de supervivencia de la especie, y puede (o no) ser fomentada por la educación y la cultura. Así, los estudios de las biografías de personas que han dedicado su vida a la defensa del medio ambiente demuestran que las vivencias infantiles tempranas, de contacto y armonía con la tierra, son determinantes para el desarrollo de una sensibilidad ecológica.
El cuidado y la estima son la expresión activa de una sensibilidad que nos lleva a conectar con la naturaleza y a valorar todo lo que aporta a nuestras vidas en lugar de mantenerlo oculto, simplemente porque no se le suele asignar un valor económico. Empezar a visibilizar y a valorar toda la riqueza y la prosperidad que representa la biodiversidad vegetal, animal y humana es nuestra mejor garantía para un presente y un porvenir más amables para todos.
Fuente: El Mundo de la Educación
29 de Diciembre de 2018
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